El bullying crea estilos de vida
- Juan
- 16 jun
- 3 Min. de lectura
La experiencia de ver cómo el grupo se cierra ante tu presencia, rechaza lo que eres y no valora tu capacidad para formar parte de él, impacta profundamente en la identidad de un niño. Estas vivencias no son pasajeras: moldean patrones de funcionamiento ante los desafíos básicos de la vida y afectan, en muchos casos, el modo en que esa persona se relacionará consigo misma y con los demás en el futuro.
Ese niño o niña, salvo que reciba una intervención clara y sostenida por parte de personas clave (padres, docentes y, en muchos casos, compañeros), integrará una creencia devastadora al avanzar por el mundo:
“Los demás me rechazarán”

La víctima siempre lo intenta todo.
Todo mamífero dispone de tres mecanismos primarios de supervivencia: ataque, huida o bloqueo. En situaciones de acoso escolar, el niño o la niña reacciona según lo que ha aprendido previamente sobre cómo protegerse ante el daño. La forma de responder se convierte en un patrón repetido.
Al principio, intentan luchar, protestar o ignorar. Pero el bullying no es un fenómeno simple en el que una acción genera un cambio inmediato. Se trata de una dinámica compleja que involucra procesos como la autovalidación, la territorialidad, la opresión, la competencia y la disociación. No basta con una pequeña respuesta para romper esa dinámica. (Profundizaré en esto en otro post).
Por ahora, lo esencial es comprender que la defensa puntual —protestar, pedir ayuda a un profesor, contar lo que ocurre en casa— muchas veces no sólo no interrumpe el acoso, sino que lo agrava. Así se añade una nueva capa a la creencia original:
“Los demás me rechazarán... y nada lo evitará”
El riesgo de la (mala) ayuda
Cuando el ataque o el bloqueo no funcionan, queda una tercera vía: escapar y pedir ayuda. Pero para que esta ayuda sea efectiva, debe ser elaborada, contundente y sostenida en el tiempo. Sin embargo, lo que suele ocurrir es lo contrario: la ayuda se convierte en revictimización. La víctima siente que:
Fue ignorada.
Fue señalada: “Estás en todas... algo habrás hecho”.
Fue equiparada al agresor.
Fue culpabilizada:
“Si fueras más simpátic@…”
“Si supieras responder…”
“Si jugaras como ell@s…”
¿Qué faltó?
La diferencia la marcan aquellos niños o niñas que, al contar lo que viven, sienten que serán ayudados de manera saludable, es decir:
Sin juicio.
Sin invalidación.
Sin culpabilización.
Sin infantilización.
Padres atentos
Que reaccionen con sensibilidad y claridad.
Que desafíen al sistema si este no protege al más débil.
Que aporten otros entornos seguros.
Que, si es necesario, cambien de centro escolar.
Que se pregunten si en el entorno familiar también existen dinámicas de abuso.
Profesores y responsables escolares
Que comprendan la complejidad del fenómeno.
Que intervengan con criterio, estructura y continuidad.
Que eduquen a todos: también los agresores infantiles pueden ser víctimas.
Que busquen una solución estable y duradera.
Que generen alternativas para el desarrollo de todos, incluso en entornos conflictivos.
Lo que el bullying deja
Decía al principio que el bullying crea estilos de vida. Y así es: esas experiencias se convierten en rasgos de identidad. Como un velo —así lo describen algunos pacientes— que se despliega ante cada nueva interacción y también ante muchas ya conocidas, especialmente cuando se tocan temas sensibles o detonantes.
Se trata de una parte de nuestra personalidad que se volvió dominante ante la ausencia de protección, recursos y explicaciones. Una parte que aprendió a defendernos.
Las formas de defensa que permanecen
Violencia: “Si pego primero, no me dañan”.
Intimidación: “Pongo cara de enfado para protegerme”.
Negación: “Si me río de mí mismo, se burlan menos”.
Desplazamiento: “Si yo ataco a otro, no seré el más débil”.
Evasión: “Si desaparezco, no me encuentran. No hay peligro”.
Desconfianza: “Estaré siempre en guardia”.
Estas respuestas defensivas no son defectos de personalidad. Son partes que surgieron de forma desesperada, ante la falta de apoyo. Comprender esto es fundamental para poder suavizar su influencia y permitir que otras facetas puedan emerger: aquellas que quieren confiar, abrirse, descansar, jugar sin miedo.
¿Y la terapia?
La Terapia de Sistemas de la Familia Interna (IFS, por sus siglas en inglés) propone un enfoque que parte de esta idea: todas nuestras partes tienen una intención positiva. Incluso aquellas que nos hacen reaccionar de forma defensiva o desconfiada.
IFS trabaja para comprender estas partes, validarlas y reintegrarlas en un sistema interno donde puedan convivir con otras facetas más confiadas, abiertas y espontáneas. Además, esta terapia aborda el daño emocional latente que originó la creencia de “los demás me rechazan y nada lo evitará”, para que esa idea deje de actuar como una verdad permanente y pase a ser solo un recuerdo contextual, una situación concreta vivida en una época, pero que no está abocada a repetirse de manera inevitable. Algo así como:
“Aunque algunas personas rechazaron, no todos lo harán”


