La vida con prisa: que lo importante no se disfrace de urgente
- Juan
- 25 jun
- 5 Min. de lectura
En determinados contextos vitales —preparar una oposición, sostener una carrera profesional de alta responsabilidad, enfrentarse a un examen que parece definir el futuro, liderar un proyecto complejo o simplemente sobrevivir a un entorno competitivo— ocurre algo curioso, y a menudo invisible: el tiempo psicológico cambia. Ya no se experimenta de la misma manera. Se acelera, se fragmenta, se carga de presión. En este nuevo paisaje, lo importante se ve desbordado por lo urgente. Vivimos la vida con prisa y muchas veces ni siquiera lo notamos.

Esto sucede porque la urgencia tiene una cualidad muy persuasiva: hace ruido. Requiere respuestas rápidas, genera tensión fisiológica, activa circuitos mentales centrados en el peligro o en la escasez. La importancia, en cambio, se reconoce desde otra parte de nuestra experiencia interna. No grita. Necesita espacio. Necesita perspectiva.
Pero en un entorno que premia la velocidad, la eficiencia, la entrega total y continua, esa perspectiva se vuelve un lujo difícil de permitirse. Es fácil —casi inevitable— que lo importante acabe tiñéndose de prisa, como si llevarlo a cabo implicara necesariamente un estado constante de alerta. Y así, poco a poco, la prisa no solo se vuelve la norma, sino que empieza a distorsionar la forma en que nos relacionamos con aquello mismo que valoramos.
La perspectiva como función psicológica
Desde la psicología contemporánea sabemos que la capacidad de distinguir lo importante de lo accesorio no es un automatismo, sino una función psicológica compleja: implica detenerse, observar, contextualizar, tomar distancia. Requiere lo que se conoce como toma de perspectiva —una forma de conciencia que permite ver los pensamientos, emociones y exigencias internas como eventos que ocurren dentro de nosotros, sin confundirnos con ellos.
Cuando estamos en esa posición interna de mayor claridad, podemos ver con más precisión los movimientos del proceso en el que estamos: los altibajos, las oscilaciones naturales, los momentos de intensidad y los de descanso. Esta mirada más amplia es la que nos permite identificar lo verdaderamente importante: lo que conecta con nuestros valores, lo que tiene sentido a largo plazo, lo que, aunque desafiante, nos nutre.
Pero cuando la urgencia domina —cuando el tiempo parece escaso y cada paso está impregnado de ansiedad—, esa capacidad se ve comprometida. El sistema nervioso entra en modo de supervivencia. Se reduce la apertura mental, se intensifica el pensamiento dicotómico (todo o nada, éxito o fracaso), se pierde la capacidad de pausa. Y en ese estado, es muy fácil confundir lo importante con lo que simplemente quema más.
Urgencia: chispa o dictador
No se trata de demonizar la urgencia. En muchos procesos relevantes hay momentos en los que la acción decidida, la energía intensa y la concentración plena son necesarias. Hay opositores que deben rendir a tope para un examen crucial, profesionales que enfrentan entregas exigentes, personas que sostienen responsabilidades que no pueden postergarse.
La urgencia puede ser útil —como una chispa que prende el motor, como un fogonazo que moviliza recursos. Pero no puede ser el sistema operativo. Cuando se convierte en el estado por defecto, genera desgaste. Y ese desgaste no solo es físico o mental: es existencial. Se empieza a erosionar la conexión con el propósito, con el disfrute, con el sentido mismo de lo que estamos haciendo.
Es en ese punto cuando aparecen con fuerza los síntomas del agotamiento crónico: fatiga, dificultad para descansar incluso en los momentos libres, sensación de desconexión con lo que antes motivaba, pensamientos de fracaso inminente, irritabilidad, pérdida de creatividad, y en muchos casos, una dolorosa sensación de estar atrapados. Como si uno ya no pudiera dejar de correr sin que todo se viniera abajo.
El descanso como parte de lo importante
Una de las distorsiones más extendidas en estos contextos es pensar que lo importante tiene que ver únicamente con el resultado. Con el objetivo cumplido, con la tarea finalizada, con la meta alcanzada. Pero lo importante no se agota ahí. De hecho, lo que hace sostenible la búsqueda de una meta es todo aquello que aparentemente no está ligado a ella, pero que permite que sigamos vivos en el proceso.
El descanso no es lo opuesto al trabajo, sino su condición de posibilidad. El ocio no es una pérdida de tiempo, sino un espacio donde el sistema se reorganiza. La desconexión no es una amenaza a la productividad, sino una manera de volver a conectar con recursos internos que el esfuerzo continuado va dejando en silencio. La nutrición emocional, el contacto humano, el movimiento del cuerpo, el acceso a otras dimensiones de la experiencia que no tienen como finalidad el rendimiento: todo eso forma parte de lo importante, aunque no se vea.
En términos psicológicos, podríamos decir que cuando la persona se identifica exclusivamente con una parte de sí —la parte que produce, que rinde, que se exige, que quiere hacerlo todo bien—, pierde acceso a otros aspectos igual de valiosos: la parte que juega, que necesita pausa, que duda, que siente curiosidad, que explora sin una finalidad clara.
Y lo más paradójico es que muchas de las situaciones que consideramos importantes incluyen, en su núcleo, un componente esencial de juego y disfrute: la crianza, la enseñanza, la investigación científica, la creación artística, el desarrollo de nuevos proyectos, incluso la formación académica profunda. Cuando el juego desaparece por completo, cuando la curiosidad se ve reemplazada solo por necesidad, el proceso se desnaturaliza. Nos endurecemos por dentro. El vínculo con lo que hacemos se vuelve frágil, rígido, doloroso.
Libertad y sentido: no ser prisioneros de lo que elegimos
Hacer una cosa importante no debería convertirnos en prisioneros de ella. Esta frase puede parecer obvia, pero encierra una verdad difícil de practicar: que el compromiso no se confunda con encierro. Que el esfuerzo no borre la libertad. Que el sentido no sea sustituido por miedo.
Y es que muchas veces, lo que empezó como una elección se convierte en una carga. Ya no nos sentimos dueños del proceso, sino arrastrados por él. Y cuando eso ocurre, el riesgo no es solo el agotamiento, sino la pérdida de identidad. Dejamos de vernos como personas con un proyecto valioso entre manos, y empezamos a vernos solo como trabajadores de una tarea inacabable.
Por eso es importante volver al centro. Reconectar con ese espacio interior desde el que, en su momento, decidimos que algo era importante. Recordar cómo se sentía el contacto con esa motivación genuina, antes de que la prisa lo envolviera todo. Recuperar la perspectiva, restaurar la capacidad de pausa, permitir que aparezca de nuevo el juego, la amplitud, la posibilidad.
Porque lo urgente puede apretar. Pero no puede guiar.
Lo importante, en cambio, sostiene. Y para sostenerse, necesita equilibrio.
No siempre es fácil mantener este equilibrio. Pero se puede cultivar. A veces basta con una pausa consciente, con una conversación honesta, con un rato sin propósito claro. A veces hace falta ayuda profesional para recuperar la perspectiva cuando uno lleva demasiado tiempo sumergido. Pero el punto de partida es siempre el mismo: volver a mirar desde un lugar más amplio. Volver a sentir que, más allá de la urgencia, sigue habiendo algo que importa. Y que merece ser cuidado.